Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo, el pueblo de Lecina estaba rodeado por bosques misteriosos poblados de encinas y robles, en los que se ocultaban lobos, osos y brujas. Los vecinos tenían un miedo terrible por estos seres, ya que les causaban crueles desgracias. Provocaban la enfermedad y muerte a personas y animales, o invocaban terribles tormentas que asolaban la localidad.

Sin embargo, las carrascas del bosque rebosaban alegría, porque era tal el temor de los vecinos, que no se atrevían a entrar en el bosque para cortar leña. Una de las carrascas más jóvenes no estaba muy contenta por la mala fama que tenía el bosque y sentía pena por los habitantes del pueblo. Tan disgutada estaba que no dejaba refugiarse en sus ramas a las brujas.

Por esta actitud, eran frecuentes las discusiones con los demás árboles. Las brujas, que escucharon las protestas de la joven carrasca, decidieron mudarse a otro bosque y para agradecer el apoyo prestado por las más viejas les concedieron todo lo que desearon.

Las más presumidas quisieron que sus ramas y hojas fuesen de oro. Otras desearon desprender uno de los más deliciosos perfumes y el resto pidieron que sus hojas fuesen brillantes y de cristal. Sólo la pequeña carrasca eligió continuar tal y como estaba.

Al tercer día, desde que las brujas abandonaron el bosque, se desató una terrible tormenta de viento y nieve. Las hojas de cristal cayeron al suelo hechas añicos, provocando la muerte de las encinas. Las hojas aromáticas fueron devoradas por un rebaño, cuyo pastor no consiguió impedirlo. Desde entonces, los habitantes cortaron esas encinas para alimentar a sus ganados con las hojas. En el bosque solo quedaban, además de nuestra pequeña carrasca, los árboles convertidos en oro, que pronto fueron desmenuzados por ladrones y vecinos.

De todo ese impenetrable bosque solo quedó la pequeña carrasca, que desde entonces todos respetan y no deja de crecer. 

Texto de Manuel Bernal – mbernal.net